viernes, 28 de julio de 2017

Miradla. ¿No la veis? Ahí está. Repitiendo eternamente ese gesto estoico. Sin rechistar, con la resignada abnegación henchida de rabia de una labradora mísera ante un terrateniente que la fuerza brutalmente a complacer sus instintos más bajos, achaparrada por el peso de un tristeza que le corroe el alma. Sale hasta la puerta de la humilde casa, encalada de blanco hasta los tuétanos, para entregarme a un bien superior, a una entelequia llamada Estado que necesita unidades humanas dotadas de piel, músculos y huesos para estrellarlas y despedazarlas contra bayonetas, balas y metralla en aras de vacuos ideales excelsos como la libertad, la democracia, Dios o la patria; hueros principios altisonantes que sirven para esconder, igual que las banderas, los sucios intereses particulares de aquellos líderes garrapatas que, con muchachas sentadas sobre sus regazos, desde sus salones infectos de comodidad, presencian a una distancia prudencial del matadero, mientras se fuman un puro, paladean un whiskey añejo y cuentan su dinero, el descarnamiento absurdo de sus congéneres, la masacre de inocentes que les rinde pingües beneficios. 


Con sus curtidas manos gastadas por el campo me coge las manos. Desde sus ojos cansados mira a los míos, de los que fluye tímidamente la misma agua cristalina que insemina de vida la tierra áspera donde luchamos cada día. Me aprieta contra su pecho, lo mismo que cuando era un niño, y siente el pulso rotundo de mi corazón, atrapado dentro de un torso de hombre que ve morir de golpe su adolescencia. Por un momento, percibe de nuevo el olor intenso a azahar y jazmín de mi piel infantil. Esa piel perdida para siempre, carbonizada ahora por el sol de jornadas inacabables e impregnada de tierra que, con el sudor, resbala, desde mi frente y mi nuca, en forma de hilillos de sangre ficticia; una sangre que mana silenciosa y mansa y habla de una herida íntima. Sus labios se posan suavemente sobre mi frente, deteniendo el rojizo flujo. Hay un silencio angustiado de dolores contenidos, de ruegos desesperados, promesas silenciadas y juramentos íntimos. Yo, soldado en ciernes, intento despedirme definitivamente. Le doy un último abrazo fuerte mientras, al juntar mi rostro con el de ella, siento el balsámico frescor amargo de sus lágrimas descender por sus mejillas resecas. Me alivia. Inspiro fuerte y siento el perfume de la brisa que desde el mar llega hasta aquel valle tapizado de naranjales donde me parió con doloroso gozo. 


Mi padre, encogido sobre sí mismo, aún dentro de la casa, está escuchando la radio, esperando estérilmente una noticia que sabe que no llegará. Lo llamo y él se levanta de la silla donde se ha hundido con su alma igual que cuando desde ella contempló, años atrás, como una meningitis le arrancaba a mi hermano de las entrañas de su vida. Nos abrazamos durante unos segundos eternos y ambos inhalamos con nuestra respiración el olor familiar de nuestros cuerpos para guárdalo en nuestra memoria, para llevarlo en lo más profundo de nuestro ser como se lleva en la cartera una foto de la persona amada, pero sin miedo a que el gusano la devore. 


Me quedo mirando a mi hermana. Siento como, dentro de ella, bulle la vida  Noto que en su sangre se preservará mi memoria que, de otra manera, se perdería bajo del peso de la tierra en un agujero improvisado en cualquier lugar olvidado en medio de la nada. Le sonrío y le lanzo un beso. Ella llora por dentro y el dolor le sella los labios. Al contemplar fugazmente por vez última su hermosura desafiante, recuerdo a aquella niña con la que me di el primer beso debajo de un algarrobo, entre peñas, una noche de verano y, por un instante, siento en mi boca seca el gusto de los labios húmedos de aquella a la que, hecha mujer, sé que no podré tentar jamás los pechos.     


De repente, dejando a los míos en la puerta, vuelvo corriendo dentro de la casa. Me acerco a la despensa y descuelgo de la pared la vieja bota de vino. Me la empino sobre la cara, tiro el cuello hacia atrás y, durante unos segundos, riego mi garganta con un abundante chorro. Siento un familiar y agradable latigazo en el cogote. Salgo hacia la calle y al traspasar el umbral de la puerta sonrío a quienes allí quedan, mudos y blancos, como espectros de otro mundo. Aún no sé que el fantasma que regresa siempre a aquella casa vacía soy yo. 


Empiezo andar. Según avanzo calle abajo, siento el latido acelerado de mi corazón en las sienes. Me ahogo levemente. De repente, el tiempo parece detenerse. Dejo de oír los pájaros y ni tan siquiera percibo las pisadas de mis alpargatas sobre la tierra pedregosa de la calle mientras me alejo de mi vida. Quiero girarme para gritar un último adiós pero no puedo. Siento que las piernas van a fallarme, que voy a derretirme sobre el suelo sembrado de guijarros ardientes. Aprieto los labios y echo a correr. Allí, en el umbral de la casa, se queda sola mi madre mirando cómo me desdibujo detrás de la niebla polvorienta que levantan mis pies, hasta que ve perderse mi bulto al doblar la esquina. 


Una tarde cualquiera, tranquila y vulgar, con sus alegrías y miserias, se teñirá de dolor. Una negra noticia llegará estampada sobre un papel mal mecanografiado dentro de un sobre manchado. Se lo dirá, con un desgarro oculto, mi padre. Se lo contará con frases inciertas, preparadas sin sentido, pero con una verdad tajante. Sonaran entonces blasfemias, gritos e imprecaciones. Estallarán, después, con el llanto, amores íntimos. Durante unos segundos, el naranjo del corral olerá fuerte a azahar en pleno agosto y una flor de jazmín flotará en el aire hasta posarse sobre la tierra cobriza donde, el día que partí hacia el frente, dejé bien escondida mi alma para recogerla cuando regresase.